Por: Gerardo Burton
El edificio de San Telmo donde estaba el viejo cine Cecil ahora es un bazar. Ella, cuando andaba por allÃ, medÃa mi tiempo por los versos y las flores que adelantaban la conquista.
Un ramo de fresias, que sobrevivÃa unos pocos dÃas, la hacÃa sonreÃr sin motivo. Mientras, tecleaba los laberintos de palabras observando las ondulaciones de la luz sobre las paredes de la casa. Me perdÃa en ensoñaciones, como en sus pliegues cada noche.
Una mañana, cuando la feria de San Telmo habÃa cerrado, ascendà las escaleras. El ambiente rancio, con olor a yerba húmeda, la luz filtrándose por los viejos postigones, el rumor de las plantas quietas. Todo era un silencio quebrado por los chirridos de los neumáticos sobre el asfalto mojado.
Ella enviaba sus mensajes: antes de dejarla, habÃa exhibido, sin mucho rigor, los nuevos trabajos: dos esculturas -una pareja y una sufriente madre coya- y un poncho en turquesa.
Prendà un jockey y me senté. Necesitaba un mate pero ni para yerba, viejo, era una pálida total. Ain’t got nothing but the blues.
PodÃa encontrar el centro reeditando el rito: TaragüÃ, azúcar, agua. Ya casi estaba listo, la espuma a punto, baja con la succión. Ain’t got no telephone numbers.
Las direcciones eran opuestas. Ella habÃa ido al muelle de Pacheco al fondo: el rÃo golpeaba, los pescadores le hacÃan señas pero sus ojos seguÃan clavados en el horizonte.
Buscaba la huida, y el rÃo era un vórtice para salir desde los umbrales de la arena. Sus manos revolvÃan los bolsillos: boletos, cigarrillos rotos, fósforos, algún canto rodado de color mágico.
No habÃa retorno. Buscó la cabina telefónica: “No vuelvo. No me esperes. Tengo un silencio muy grande. No puedo. Mejor asÔ.
El telegrama tenÃa destino, pero ya no estaba allÃ. Ain’t got no telephone numbers. Ain’t got nothing but the blues.
El agua estaba a punto. Golpearon la puerta.
-Este maldito espanto. Tengo miedo.
-Esperá. La paciencia es la madre de todas las virtudes, princesa.
-No.
Océanos subÃan de su vientre, lentos como una marea tibia que nada tenÃa que ver con el miedo. La piel se tensa como un parche, suave, en hondonadas y hay palabras que ascienden las dunas y balbuceos que los labios aprenden a articular. La lengua ejerce su oficio y recupera para siempre los sabores perdidos: vegetaciones, peces, animales entre el musgo; la nariz marca las huellas de baba bajo su cuello y las clavÃculas extienden el margen. Anida por un momento bajo la axila pero continúa el descenso. Los pechos se alzan -dónde están las manos- pero la voracidad es tranquila, quieta. No de festÃn, sino de comunión. Los cuerpos se quiebran, se invertebran y los ojos llegan primero a la frutilla recién cortada, que desvÃa su jugo hacia los muslos. Queda para el final, mientras las columnas de las pantorrillas llaman, son una pequeña montaña descendente hacia los pies, con dedos que endurecen y ablandan según la medida del beso. Asciende nuevamente, la boca no puede más del asombro, la luz ingresa, o sale de la frutilla hendida. Es un mar sin algas, es un oleaje donde las únicas espumas son su tibia humedad y el esperma, que se derraman simultáneos en un aire que ya es sólido, como la luz de los cuerpos que son pura boca, las gargantas que reciben las luces que vuelven a salir por donde deben para ser recibidas otra vez. La orilla estalla, los fragmentos se unen y adquieren sentido. La razón de ser, breve, huele el aliento almizclado de ese nuevo animal que no yace, que nació en un instante para morir de inmediato. Admirado por la luz, ya está la respuesta: la muerte es esto. La muerte era esto. No hay repetición posible, es la nostalgia en estado puro, como el primer dÃa antes de la expulsión. El fruto prohibido fue descubierto en una habitación blanca, luego del miedo y antes del terror. El tiempo suspendido es una luz de mediodÃa. Nadie hace sombra. La carne, transparente, es toda ojos, es toda lengua, es toda labios. Los océanos dejan su lÃmite; la espuma bordea las márgenes y los náufragos hallan su paraÃso perdido. El último gemido acalla con el alba. El sueño -tiempo que padece de futuro- anticipa la muerte final. Esta es la cifra. Y luego, no hay olvido posible. Tampoco para la repetición. La carne no puede esperar milenios para ser redimida. Ya sabe cuál es su destino. Estaba en el fondo.
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